jueves, marzo 23, 2006

Sobre el cambio

"Hay un antes y un después y el cambio del uno al otro, siempre que es posible percibirlo, es súbito. Es un corte que desgarra y destruye. El tiempo es el culpable, pero si nos atenemos a sus reglas, a su continuidad imparable, somos incapaces de presenciar la magia de la transmutación, de dar fe del prodigio. Uno creería que la memoria sola puede, que uno es capaz de recordar el pasado tal y como era y diferenciar la cara de Liliana de ese entonces, cuando tenía dos años, de la de ahora, pero luego nota que la cabeza sólo guarda la información para reconocerla sin dar cuenta real de los cambios sufridos. Claro, es más pequeña, tiene el pelo distinto, pero es exactamente la misma que la que recuerdo el domingo pasado, cuando vino a almorzar, y así será siempre allá adentro. La memoria no ayuda, la memoria guarda los rostros despojándolos de una edad, arrancándolos del tiempo. Los científicos han intentado implementar ese proceso dentro de computadores con algún éxito."

Comienzo de la reflexión de Javier Moreno en su blog sobre el cambio.

martes, marzo 14, 2006

Una fábula

Un matemático —aunque nadie puede ser solamente un matemático—, se molestaba bastante ante el disparate que le planteaban las exposiciones de arte de vanguardia. Con nostalgia añoraba las épocas en que las operaciones artísticas se limitaban a ecuaciones estables que utilizaban los factores lienzo y óleo para la pintura y mármol para la escultura (el dibujo lo asumía como un boceto preparatorio de menor valor). No aceptaba el arte que veía ahora, no lo quería aceptar; quería ver de vuelta la pintura de un paisaje o el sólido virtuosismo de la mano que hace emerger otra mano de la piedra.
Un día —aunque no se vive solamente un día— el matemático entró a una de esas galerías donde exponían el tipo de arte que él rechazaba, lo hizo más forzado por el tedio que por la convicción, no lo animaba ser un espectador, ir a ver ese arte experimental era para él como cazar una apuesta en la que sabía de antemano que la estadística señalaba que todos los factores estaban en su contra. Sobre las paredes blancas de la galería encontró unos lienzos blancos donde aparecían dibujadas, con una tipografía sencilla, operaciones matemáticas. En el primer cuadro se representaba un sólo número; en el segundo la suma de dos números; en el tercero una resta; en el cuarto una multiplicación; en el quinto una división; en el sexto una suma compleja; en el séptimo la potenciación de los números. En el octavo se planteaba la suma de los números binarios; en el noveno la regla de tres; y así paulatinamente, las operaciones se iban volviendo más complejas, haciendo que el matemático se demorara cada vez más para poder descifrar el género de los enunciados que cuadro a cuadro se cifraban. Al salir de la galería, sintió cierto agrado: por su condición de matemático lo había entendido todo. Además, no sin orgullo, formuló una crítica a la exposición, pues en la muestra brillaban por su ausencia las paradojas matemáticas, su género favorito, “seguro se debe a la ignorancia del artista que pintó los cuadros, es un amateur” pensó. Pero aun así, la experiencia en la exposición fue de su agrado, su mente, visitante frecuente del abismo de los números, no se había limitado a apreciar las operaciones básicas y había podido interpretar las construcciones más complejas y formular posibles especulaciones. Con respecto al contexto, lo tenía sin cuidado haber visto todo esos símbolos matemáticos en una galería, lo que él había visto era matemática, no arte, y su posición intransigente con respecto al arte no tradicional seguía siendo inquebrantable, “la excepción confirma la regla” alcanzó a pensar. Nunca más volvió por esa galería.
La mayoría de la gente sabe sumar, restar, dividir o multiplicar, pero sólo a unos pocos les es dado adentrarse en las relaciones que plantean los números; así mismo, los artistas para poder expresar sus pensamientos se ven abocados a inmensas complejidades que no cualquiera entendería. Hay paradojas matemáticas y cuadros pintados en blanco sobre blanco.

Fábulas
Francois Bucher
Lucas Ospina
(1999)

martes, marzo 07, 2006

La esfera de Pascal - Borges

Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas. Bosquejar un capítulo de esa historia es el fin de esta nota.

Seis siglos antes de la era cristiana, el rapsoda Jenófanes de Colofón, harto de los versos homéricos que recitaba de ciudad en ciudad, fustigó a los poetas que atribuyeron rasgos antropomórficos a los dioses y propuso a los griegos un solo Dios, que era una esfera eterna. En el Timeo, de Platón, se lee que la esfera es la figura más perfecta y más uniforme, porque todos los puntos de la superficie equidistan del centro; Olof Gigon (Ursprung der griechischen Philosophie, 183) entiende que Jenófanes habló analógicamente; el Dios era esferoide, porque esa forma es la mejor, o la menos mala, para representar la divinidad. Parménides, cuarenta años después, repitió la imagen ("el Ser es semejante a la masa de una esfera bien redondeada, cuya fuerza es constante desde el centro en cualquier dirección"); Calogero y Mondolfo razonan que intuyó una esfera infinita, o infinitamente creciente, y que las palabras que acabo de transcribir tienen un sentido dinámico (Albertelli: Gli Eleati, 148). Parménides enseñó en Italia; a pocos años de su muerte, el siciliano Empédocles de Agrigento urdió una laboriosa cosmogonía; hay una etapa en que las partículas de tierra, de agua, de aire y de fuego, integran una esfera sin fin, "el Sphairos redondo, que exulta en su soledad circular".

La historia universal continuó su curso, los dioses demasiado humanos que Jenófanes atacó fueron rebajados a ficciones poéticas o a demonios, pero se dijo que uno, Hermes Trismegisto, había dictado un número variable de libros (42, según Clemente de Alejandría; 20.000, según Jámblico; 36.525, según los sacerdotes de Thoth, que también es Hermes), en cuyas páginas estaban escritas todas las cosas. Fragmentos de esa biblioteca ilusoria, compilados o fraguados desde el siglo lll, forman lo que se llama el Corpus Hermeticum; en alguno de ellos, o en el Asclepio, que también se atribuyó a Trismegisto, el teólogo francés Alain de Lille -Alanus de Insulis- descubrió a fines del siglo Xll esta fórmula, que las edades venideras no olvidarían: "Dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna". Los presocráticos hablaron de una esfera sin fin; Albertelli (como antes, Aristóteles) piensa que hablar así es cometer una contradictio in adjecto, porque sujeto y predicado se anulan; ello bien puede ser verdad, pero la fórmula de los libros herméticos nos deja, casi, intuir esa esfera. En el siglo Xlll, la imagen reapareció en el simbólico Roman de la Rose, que la da como de Platón, y en la enciclopedia Speculum Triplex; en el XVl, el último capítulo del último libro de Pantagruel se refirió a "esa esfera intelectual, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, que llamamos Dios". Para la mente medieval, el sentido era claro: Dios está en cada una de sus criaturas, pero ninguna Lo limita. "El cielo, el cielo de los cielos, no te contiene", dijo Salomón (1 Reyes, 8, 27); la metáfora geométrica de la esfera hubo de parecer una glosa de esas palabras.

El poema de Dante ha preservado la astronomía ptolemaica, que durante mil cuatrocientos años rigió la imaginación de los hombres. La tierra ocupa el centro del universo. Es una esfera inmóvil; en torno giran nueve esferas concéntricas. Las siete primeras son los cielos planetarios (cielos de la Luna, de Mercurio, de Venus, del Sol, de Marte, de Júpiter, de Saturno); la octava, el cielo de las estrellas fijas; la novena, el cielo cristalino llamado también Primer Móvil. A éste lo rodea el Empíreo, que está hecho de luz. .Todo este laborioso aparato de esferas huecas, trasparentes y giratorias (algún sistema requería cincuenta y cinco), había llegado a ser una necesidad mental; De hipothesibus motuum coelestium commentariolus es el tímido título que Copérnico, negador de Aristóteles, puso al manuscrito que trasformó nuestra visión del cosmos. Para un hombre, para Giordano Bruno, la rotura de las bóvedas estelares fue una liberación. Proclamó, en la Cena de las cenizas, que el mundo es efecto infinito de una causa infinita y que la divinidad está cerca, "pues está dentro de nosotros más aun de lo que nosotros mismos estamos dentro de nosotros". Buscó palabras para declarar a los hombres el espacio copernicano y en una página famosa estampó: "Podemos afirmar con certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro del universo está en todas partes y la circunferencia" (De la causa, principio de uno, V).

Esto se escribió con exultación, en 1584, todavía en la luz del Renacimiento; setenta años después, no quedaba un reflejo de ese fervor y los hombres se sintieron perdidos en el tiempo y en el espacio. En el tiempo, porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habrá realmente un cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habrá un dónde. Nadie está en algún día, en algún lugar; nadie sabe el tamaño de su cara. En el Renacimiento, la humanidad creyó haber alcanzado la edad viril, y así lo declaró por boca de Bruno, de Campanella y de Bacon. En el siglo XVII la acobardó una sensación de vejez; para justificarse, exhumó la creencia de una lenta y fatal degeneración de todas las criaturas, por obra del pecado de Adán. (En el quinto capítulo del Génesis consta que "todos los días de Matusalén fueron novecientos setenta y nueve años"; en el sexto, que "había gigantes en la tierra en aquellos días".) El primer aniversario de la elegía Anatomy of the World, de John Donne, lamentó la vida brevísima y la estatura mínima de los hombres contemporáneos, que son como las hadas y los pigmeos; Milton, según la biografía de Johnson, temió que ya fuera imposible en la tierra el género épico; Glanvill juzgó que Adán, "medalla de Dios", gozó de una visión telescópica y microscópica; Robert South famosamente escribió:

"Un Aristóteles no fue sino los escombros de Adán, y Atenas, los rudimentos del Paraíso". En aquel siglo desanimado, el espacio absoluto que inspiró los hexámetros de Lucrecio, el espacio absoluto que había sido una liberación para Bruno, fue un laberinto y un abismo para Pascal. Éste aborrecía el universo y hubiera querido adorar a Dios, pero Dios, para él, era menos real que el aborrecido universo. Deploró que no hablara el firmamento, comparó nuestra vida con la de náufragos en una isla desierta. Sintió el peso incesante del mundo físico, sintió vértigo, miedo y soledad, y los puso en otras palabras: "La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna." Así publica Brunschvicg el texto, pero la edición crítica de Tourneur (París, 1941), que reproduce las tachaduras y vacilaciones del manuscrito, revela que Pascal empezó a escribir effroyable: "Una esfera espantosa, cuyo centre está en todas partes y la circunferencia en ninguna."

Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas.

Buenos Aires, 1951.
Fuente: Jorge Luis Borges, Otras inquisiones, en Obras completas, Vll, Buenos Aires, Ed. Emecé, pp. 14-16.